En esta perspectiva se explica el último mandato que Jesús dio a sus Apóstoles antes de ir al Padre: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Así escribe el evangelista San Marcos, mientras que en los Hechos de los Apóstoles, San Lucas refiere: “Seréis mis testigos -dice el Señor- en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Predicar el Evangelio quiere decir dar testimonio de Cristo: de aquél que “pasó haciendo el bien” (cf. Hch 10,38), de aquél que fue crucificado por los pecados del mundo, de aquél que resucitó y vive para siempre.

La predicación del Evangelio, esto es, dar testimonio de Cristo, es deber de todas las personas bautizadas en el Espíritu Santo. Antes de volver al Padre, el Señor Jesús subraya exactamente este hecho, al ordenar a los Apóstoles que esperaban el cumplimiento de la promesa del Padre: “Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días... Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,5.8).

La Iglesia sólo con la fuerza del Espíritu Santo puede dar testimonio de Cristo. Sólo con su fuerza puede predicar el Evangelio a toda criatura.

La Ascensión del Señor está ligada íntimamente a Pentecostés, y la Iglesia dedica los días intermedios entre ambas a la novena al Espíritu Santo, cuyo inicio tuvo lugar en el Cenáculo de Jerusalén.

Jesucristo subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Esta plenitud del mundo creado se realiza en virtud del Espíritu Santo. Esta obra tiene lugar en la historia terrena de los hombres: el Espíritu Santo plasma de manera invisible pero real, lo que el Apóstol San Pablo llama el Cuerpo de Cristo, refiriéndose a él con los siguientes términos: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4,4-6).

De este modo la Ascensión del Señor no es solamente una despedida; más bien es el inicio de una nueva presencia y de una nueva acción salvífica: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo” (Jn 5,17). Este obrar con la fuerza del Espíritu Santo, del Espíritu Paráclito que descendió en Pentecostés, da la fuerza divina a la vida terrena de la humanidad en la Iglesia visible.

Con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo glorificado a la derecha del Padre, el Señor de la Iglesia, concede “a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,12). Estos son los criterios esenciales de la constante vitalidad de la Iglesia. (catequesis de San Juan Pablo II)